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Mariola se metió en la cama y repasó mentalmente de nuevo
la conversación que acababa de mantener con aquel conocido desconocido. Sintió
una vergüenza profunda al comprobar que se había excedido con el hombre. Al fin
y al cabo, él no le debía nada, y ella había llegado incluso a cuestionar su
sentido de la responsabilidad paternal. Se dio cuenta con cierta tristeza de
que su reacción había sido totalmente desproporcionada, y reconoció –para sí
misma- que la regañina estaba más orientada a su frustración al comprobar que
no era el médico perfecto de sus sueños, que a reprocharle cualquier otra cosa.
Había actuado como una niña pequeña, y aunque tenía claro que no volvería a
quedar con Joaquín Ferrero, eso no significaba que él se mereciese un
rapapolvo.
Mariola había aprendido que la nobleza era una gran
virtud, y se esforzaba sobremanera por cultivarla. Y no cabía duda de que
juzgar a los demás no era un acto noble en absoluto.
Según iban avanzando sus pensamientos, se iba sintiendo
cada vez peor. Pensó entonces que había llegado el momento de dormirse, y a la
mañana siguiente decidiría qué hacer con todo aquel embrollo.
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Mariola terminó de leer el cuento de los Siete
Cabritillos a los
niños más pequeños, se incorporó, y se excusó ante sus compañeros explicando
que tenía jaqueca. Ese día no iría a la sala de juegos en la que solía pasar
las tardes Dieguito, por si acaso se encontraba allí a Joaquín. Llevaba todo el
día huyendo de cada sala en la que entraba, consciente de que en cualquier
momento podía volver a toparse con él, y estaba tratando de retrasarlo el
máximo tiempo posible. No entendía por qué se sentía tan mal respecto al suceso
de la noche anterior, pero lo cierto era que ese día hubiese pagado una fortuna
por estar al menos a diez mil kilómetros de allí. Cuando se levantó por la
mañana y recordó todo lo que había pasado, llegó a fantasear con la idea de
fingirse enferma, pero dado que había firmado el contrato laboral la víspera, y
además trabajaba en un hospital, no le pareció nada ético, ni profesional, ni
creíble siquiera, decir que tenía un catarro. Además estaba la cuestión de don
Mauricio, que aquel día tenía una reunión importantísima, y su presencia en la
notaría era del todo imprescindible.
Si Mariola había aprendido algo en la vida era que los
miedos había que enfrentarlos o reírse de ellos. Como aún no había encontrado
ningún motivo para reírse de Joaquín Ferrero, prefirió optar por el
enfrentamiento. Aunque estaba claro que su voluntad debía de estar rebelde,
porque a pesar de sus buenos propósitos iniciales, se encontraba encaramada
junto a una puerta, en un estado casi psicótico, mirando a todas direcciones,
para evitar a ese maldito granuja polígamo.
Debían de ser ya casi las ocho. Mariola tenía que
atravesar todo el pasillo central del hospital para poder llegar hasta el
vestuario donde estaban sus cosas. Definitivamente se sentía como el
personaje principal de una novela, cuyo futuro sólo dependía del autor. Pensó
que Dios debía ser lo más parecido a un escritor, que iba decidiendo a capricho
los sucesos de cada ser; o puede que tal vez improvisara, lo que por cierto le
generaba mucho más desasosiego. En ese instante decidió que si ella algún día
llegaba a escribir una novela, jamás haría a la protagonista pasar por la angustia
y la incertidumbre de tener que cruzar un largo pasillo, con unas mil puertas a
cada lado, de las que podía salir en cualquier momento un caradura al que
previamente había reprendido de la manera más absurda.
Se vio allí de pie, mirando la extensa prolongación del
pasillo. Empezó a andar, respirando profundamente, convenciéndose de que en
cualquier caso, no pasaría nada si se cruzaba de nuevo con Joaquín Ferrero. Iba
muy concentrada en la respiración, y las pulsaciones se le iban acelerando con
cada paso. Una de las puertas se abrió, y salieron varias personas vestidas con
batas verdes. No había duda de que eran cirujanos. Inmediatamente abrió la
primera puerta que encontró, y se metió sin plantearse siquiera lo que podía
encontrar allí. Cerró los ojos, y se criticó por adoptar esa actitud tan
histriónica. Se tomó unos segundos para calmarse, ya que podía sentir cada uno
de los latidos de su corazón en la garganta. Abrió los ojos de nuevo, y sus
palpitaciones se dispararon por completo.
- ¡Princesa
Mariola, princesa Mariola! –Dieguito, que estaba tumbado en una cama, saltó y
se tiró literalmente a sus brazos-. Hoy no has venido a verme y te he echado
mucho de menos.
-
Hola
Dieguito. He estado muy ocupada. Lo siento mucho. ¿Qué tal te encuentras?
-
Hoy tengo
sapitos en el estómago, pero si los vomito como ayer, a lo mejor les puedes dar
un beso y se convertirán en un apuesto príncipe.
-
La
idea resulta tentadora, aunque creo que lo dejaremos para otro día porque hoy
no tengo ganas de dar muchos besos. Sólo a ti –dijo, mientras le plantaba un
sonoro beso en la frente-. Por cierto, ¿cómo han llegado los sapos a tu tripa?
- No
son sapos, sino sapitos, y han llegado porque una bruja malvada me lanzó un
hechizo maligno mientras dormía para matarme, y me llenó todo el cuerpo de
sapitos envenenados. Pero como yo soy más listo se lo dije a mi madre
enseguida, y llamamos a un hechicero, para que me diera unos rayos mágicos que
pudieran eliminar todo el veneno – Mariola admiraba inmensamente a aquel niño y
su manera de tomarse la quimioterapia-. Ahora estoy esperando en la guarida del
hechicero para que pueda comprobar que expulso a todos los sapitos de dentro de
mí. ¿Seguro que no quieres quedarte para ver si alguno se convierte en
príncipe? A lo mejor tiene una espada y mata dragones, como el del cuento de
ayer… ¿Te acuerdas?
-
Sí,
Dieguito, me acuerdo. ¿Y qué tal te encuentras?
- Yo
estoy preparándome para coger fuerzas porque el domingo me ha dicho mi abuela
que me va a llevar a pasear, y que después me va a preparar espaguetis con
tomate. ¿Quieres venirte con nosotros a comer el domingo?
-
Me
encantaría, Diego, pero creo que no voy a poder.
-
¿Y
por qué no?
-
Porque…
-Mariola no sabía qué decirle-.
- ¿Es
que te has casado con el señor de ayer con el que habías quedado? –Mariola recordó
de pronto toda su angustia, la cita del día anterior, la regañina, y al padre
de aquel niño de imaginación desbordante y fortaleza infinita-.
-
No,
Diego, no me he casado con él.
-
¿Era
un dragón como yo te había dicho?
-
Sí,
era un dragón –respondió Mariola con cierto tono de resignación-.
-
¿Y
echaba fuego por la nariz?
- Muchísimo… Intentó quemarme, pero ¿sabes qué? En ese momento apareció mi hada
madrina y me convirtió a mí también en una dragona para así poder protegerme de
él, y acabé quemándole yo mucho más. Notaba cómo se iba fabricando el fuego
justo aquí –dijo señalándose el entrecejo- y después salía despedido por la
nariz con muchísima fuerza.
-
¿Y
le diste?
-
¡Claro!
Yo soy una dragona buenísima, pero tengo mucha puntería con los malos.
-
¿Pero
lo mataste?
-
No,
no lo maté.
-
¿Por
qué no? Ahora anda por ahí suelto y puede hacer daño a otras princesas tan
guapas como tú… -no cabía duda de que ese niño apuntaba maneras-.
- Ya
Diego, eso es verdad, pero las princesas tan guapas como yo no matan, sólo se protegen
de los dragones.
-
Si
yo hubiera estado allí, te habría protegido con mi espada mágica.
-
Eres
muy valiente, Diego –dijo entre risas-.
-
¡Mi
padre siempre me dice lo mismo! -Mariola se puso tensa al oír la alusión a
Joaquín-.
-
¿Ah
sí?
-
Sí.
Aunque te quiero contar un secreto.
-
¿Un
secreto?
-
Sí,
pero me tienes que jurar solemnemente que nunca jamás de los jamases se lo
contarás a nadie.
-
Claro,
Dieguito. Puedes confiar en mí.
-
¿Me
lo prometes?
-
Sí,
te lo prometo –Mariola se puso seria, y le apretó la mano para sellar el
pacto-.
- Mi
padre dice que soy valiente, pero no es verdad –su mirada se tornó triste de
repente-. Tengo mucho miedo a una cosa.
-
¿A
qué tienes miedo? –Mariola empezaba a ponerse nerviosa. Teniendo en cuenta la
enfermedad de Diego, temía acabar llorando como una magdalena en vez de
consolarle-.
-
Tengo
miedo a El Ocaso.
-
¿Qué?
–Mariola no entendía nada-. ¿Al ocaso?
-
No,
al señor Ocaso.
-
¿Quién
es el señor Ocaso? –respondió sorprendida e intrigada-.
-
Es
que siempre que nos cuentas un cuento, las cosas malas suceden cuando llega El
Ocaso, y lo peor es que nunca te esperas que vaya a aparecer. Cuando nos lees
algo y dices que llegó El Ocaso, yo empiezo a temblar, y me da mucho miedo… Tiene que ser
un señor malísimo…
- Bueno
Dieguito, no tienes por qué tener miedo –Mariola sintió un gran alivio al
comprobar que el miedo del chico no tenía nada que ver con enfermedades,
muertes, o alguna historia truculenta relacionada con el maltrato infantil-. El Ocaso ha tenido la mala suerte de que
se le recuerde como a un señor oscuro y tenebroso, pero en realidad,
tiene otras cosas preciosas. Los cuentos también se solucionan durante el ocaso.
¿Nunca habías pensado en eso?
-
No…
-contestó con un hilo de voz-.
- Te
voy a contar una historia: érase una vez que se era, en un lugar muy, muy
lejano, vivía una bruja malvada que sólo pensaba en molestar a sus vecinos. Les
hacía cosas horribles, y todos tenían mucho miedo a la bruja Tula. Un día, un
caballero del reino, decidió matarla para que el resto de los habitantes
pudiesen vivir tranquilos, así que se fue hasta la cueva en la que vivía la
mujer. Ella estaba sentada en una mecedora, leyendo un libro de antiguos
conjuros. Zoxor, que así se llamaba el caballero, blandió su flamante espada y
fue corriendo hacia ella. Pero cuando la tenía a sus pies, justo antes de
clavarle el frío acero en su costado, la miró a los ojos, y vio en ella una
belleza deslumbrante que le conquistó. Estuvieron mucho tiempo así, mirándose,
y él decidió que tenía que haber otra solución para acabar con el mal que había
en aquella mujer. La ayudó a incorporarse, y se presentó. A partir de aquel
día, Tula empezó a ser otra. Cambió su larga capa negra por ropajes más
alegres, se arreglaba cada día para Zoxor, y hablaban durante horas sobre los
temas más dispares. Al cabo de un tiempo, la bruja dejó de molestar a los
vecinos, y todos se mostraron mucho más felices. Lo único que necesitaba Tula
era que alguien se atreviese a mirarla de verdad, y le diese una oportunidad.
Zoxor lo hizo, y ese es el acto más valeroso que hizo jamás, más aún que los
miles de dragones que había matado en su vida.
-
Este
cuento es nuevo.
- Mira,
piensa en alguien a quien quieras mucho. Seguro que hay cosas de esa persona
que te encantan, pero en cambio hay otras que no te gustan nada. A veces, tenemos
que centrarnos en amar más las cosas que nos disgustan de los otros, porque de
esta manera, tenemos el poder mágico de convertirlas en virtudes. Imagínate una
flor. Las flores son muy bonitas, ¿verdad? Mis favoritas son las amapolas
rojas. ¿Sabes que las amapolas, antes de convertirse en esas flores tan
bonitas, están muchos meses encerradas en unos capullos verdes muy débiles y
bastante feos? Cuando yo voy a un campo lleno de capullos, pienso en lo
precioso que es su interior, y de esa manera, estoy viendo la belleza que hay
en todo el conjunto. Y como consigo visualizar a la amapola preciosa en
primavera, logro también que esa imagen se haga realidad. Lo que te quiero
decir con todo esto, es que puedes ver al señor Ocaso como un ser malvado, o
puedes ir más allá y mirar dentro de él, para darte cuenta de que cuando
aparece, siempre hay cielos llenos de estrellas, y la luna brilla. ¡Vamos a
hacer una cosa! A partir de ahora, cuando cuente un cuento, siempre voy a decir
que pasan cosas buenas cuando llegue El Ocaso.
-
¡Pero
entonces estarías cambiando el cuento!
-
¿Y
qué problema hay con cambiarlo?
- ¡Papá!
–Diego gritó, saltó de la cama, y se tiró a los brazos de Joaquín -que acababa de entrar en la habitación-, exactamente
igual que había hecho minutos antes con Mariola. Ella se quedó blanca, inmóvil.
Trató de emitir alguna palabra, pero sus esfuerzos se vieron reducidos a un
extraño balbuceo más parecido a la carantoña de un bebé que a cualquier otra
cosa.
-
Princesa
Mariola, ¿estás bien? -dijo Diego al centrarse de nuevo en ella-. Parece que tú también tienes sapitos dentro con veneno.
¡Mariola! –repitió aún más fuerte-. ¿Qué te pasa?
-
Que
acaba de llegar El Ocaso.
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