miércoles, 22 de febrero de 2012

Mariola - Capítulo 4 - El Ocaso


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Mariola se metió en la cama y repasó mentalmente de nuevo la conversación que acababa de mantener con aquel conocido desconocido. Sintió una vergüenza profunda al comprobar que se había excedido con el hombre. Al fin y al cabo, él no le debía nada, y ella había llegado incluso a cuestionar su sentido de la responsabilidad paternal. Se dio cuenta con cierta tristeza de que su reacción había sido totalmente desproporcionada, y reconoció –para sí misma- que la regañina estaba más orientada a su frustración al comprobar que no era el médico perfecto de sus sueños, que a reprocharle cualquier otra cosa. Había actuado como una niña pequeña, y aunque tenía claro que no volvería a quedar con Joaquín Ferrero, eso no significaba que él se mereciese un rapapolvo.

Mariola había aprendido que la nobleza era una gran virtud, y se esforzaba sobremanera por cultivarla. Y no cabía duda de que juzgar a los demás no era un acto noble en absoluto.

Según iban avanzando sus pensamientos, se iba sintiendo cada vez peor. Pensó entonces que había llegado el momento de dormirse, y a la mañana siguiente decidiría qué hacer con todo aquel embrollo.

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Mariola terminó de leer el cuento de los Siete Cabritillos a los niños más pequeños, se incorporó, y se excusó ante sus compañeros explicando que tenía jaqueca. Ese día no iría a la sala de juegos en la que solía pasar las tardes Dieguito, por si acaso se encontraba allí a Joaquín. Llevaba todo el día huyendo de cada sala en la que entraba, consciente de que en cualquier momento podía volver a toparse con él, y estaba tratando de retrasarlo el máximo tiempo posible. No entendía por qué se sentía tan mal respecto al suceso de la noche anterior, pero lo cierto era que ese día hubiese pagado una fortuna por estar al menos a diez mil kilómetros de allí. Cuando se levantó por la mañana y recordó todo lo que había pasado, llegó a fantasear con la idea de fingirse enferma, pero dado que había firmado el contrato laboral la víspera, y además trabajaba en un hospital, no le pareció nada ético, ni profesional, ni creíble siquiera, decir que tenía un catarro. Además estaba la cuestión de don Mauricio, que aquel día tenía una reunión importantísima, y su presencia en la notaría era del todo imprescindible.

Si Mariola había aprendido algo en la vida era que los miedos había que enfrentarlos o reírse de ellos. Como aún no había encontrado ningún motivo para reírse de Joaquín Ferrero, prefirió optar por el enfrentamiento. Aunque estaba claro que su voluntad debía de estar rebelde, porque a pesar de sus buenos propósitos iniciales, se encontraba encaramada junto a una puerta, en un estado casi psicótico, mirando a todas direcciones, para evitar a ese maldito granuja polígamo.

Debían de ser ya casi las ocho. Mariola tenía que atravesar todo el pasillo central del hospital para poder llegar hasta el vestuario donde estaban sus cosas. Definitivamente se sentía como el personaje principal de una novela, cuyo futuro sólo dependía del autor. Pensó que Dios debía ser lo más parecido a un escritor, que iba decidiendo a capricho los sucesos de cada ser; o puede que tal vez improvisara, lo que por cierto le generaba mucho más desasosiego. En ese instante decidió que si ella algún día llegaba a escribir una novela, jamás haría a la protagonista pasar por la angustia y la incertidumbre de tener que cruzar un largo pasillo, con unas mil puertas a cada lado, de las que podía salir en cualquier momento un caradura al que previamente había reprendido de la manera más absurda.

Se vio allí de pie, mirando la extensa prolongación del pasillo. Empezó a andar, respirando profundamente, convenciéndose de que en cualquier caso, no pasaría nada si se cruzaba de nuevo con Joaquín Ferrero. Iba muy concentrada en la respiración, y las pulsaciones se le iban acelerando con cada paso. Una de las puertas se abrió, y salieron varias personas vestidas con batas verdes. No había duda de que eran cirujanos. Inmediatamente abrió la primera puerta que encontró, y se metió sin plantearse siquiera lo que podía encontrar allí. Cerró los ojos, y se criticó por adoptar esa actitud tan histriónica. Se tomó unos segundos para calmarse, ya que podía sentir cada uno de los latidos de su corazón en la garganta. Abrió los ojos de nuevo, y sus palpitaciones se dispararon por completo.

-    ¡Princesa Mariola, princesa Mariola! –Dieguito, que estaba tumbado en una cama, saltó y se tiró literalmente a sus brazos-. Hoy no has venido a verme y te he echado mucho de menos.
-        Hola Dieguito. He estado muy ocupada. Lo siento mucho. ¿Qué tal te encuentras?
-        Hoy tengo sapitos en el estómago, pero si los vomito como ayer, a lo mejor les puedes dar un beso y se convertirán en un apuesto príncipe.
-        La idea resulta tentadora, aunque creo que lo dejaremos para otro día porque hoy no tengo ganas de dar muchos besos. Sólo a ti –dijo, mientras le plantaba un sonoro beso en la frente-. Por cierto, ¿cómo han llegado los sapos a tu tripa?
-     No son sapos, sino sapitos, y han llegado porque una bruja malvada me lanzó un hechizo maligno mientras dormía para matarme, y me llenó todo el cuerpo de sapitos envenenados. Pero como yo soy más listo se lo dije a mi madre enseguida, y llamamos a un hechicero, para que me diera unos rayos mágicos que pudieran eliminar todo el veneno – Mariola admiraba inmensamente a aquel niño y su manera de tomarse la quimioterapia-. Ahora estoy esperando en la guarida del hechicero para que pueda comprobar que expulso a todos los sapitos de dentro de mí. ¿Seguro que no quieres quedarte para ver si alguno se convierte en príncipe? A lo mejor tiene una espada y mata dragones, como el del cuento de ayer… ¿Te acuerdas?
-        Sí, Dieguito, me acuerdo. ¿Y qué tal te encuentras?
-     Yo estoy preparándome para coger fuerzas porque el domingo me ha dicho mi abuela que me va a llevar a pasear, y que después me va a preparar espaguetis con tomate. ¿Quieres venirte con nosotros a comer el domingo?
-        Me encantaría, Diego, pero creo que no voy a poder.
-        ¿Y por qué no?
-        Porque… -Mariola no sabía qué decirle-.
-      ¿Es que te has casado con el señor de ayer con el que habías quedado? –Mariola recordó de pronto toda su angustia, la cita del día anterior, la regañina, y al padre de aquel niño de imaginación desbordante y fortaleza infinita-.
-        No, Diego, no me he casado con él.
-        ¿Era un dragón como yo te había dicho?
-        Sí, era un dragón –respondió Mariola con cierto tono de resignación-.
-        ¿Y echaba fuego por la nariz?
-     Muchísimo… Intentó quemarme, pero ¿sabes qué? En ese momento apareció mi hada madrina y me convirtió a mí también en una dragona para así poder protegerme de él, y acabé quemándole yo mucho más. Notaba cómo se iba fabricando el fuego justo aquí –dijo señalándose el entrecejo- y después salía despedido por la nariz con muchísima fuerza.
-        ¿Y le diste?
-        ¡Claro! Yo soy una dragona buenísima, pero tengo mucha puntería con los malos.
-        ¿Pero lo mataste?
-        No, no lo maté.
-        ¿Por qué no? Ahora anda por ahí suelto y puede hacer daño a otras princesas tan guapas como tú… -no cabía duda de que ese niño apuntaba maneras-.
-      Ya Diego, eso es verdad, pero las princesas tan guapas como yo no matan, sólo se protegen de los dragones.
-        Si yo hubiera estado allí, te habría protegido con mi espada mágica.
-        Eres muy valiente, Diego –dijo entre risas-.
-        ¡Mi padre siempre me dice lo mismo! -Mariola se puso tensa al oír la alusión a Joaquín-.
-        ¿Ah sí?
-        Sí. Aunque te quiero contar un secreto.
-        ¿Un secreto?
-        Sí, pero me tienes que jurar solemnemente que nunca jamás de los jamases se lo contarás a nadie.
-        Claro, Dieguito. Puedes confiar en mí.
-        ¿Me lo prometes?
-        Sí, te lo prometo –Mariola se puso seria, y le apretó la mano para sellar el pacto-.
-      Mi padre dice que soy valiente, pero no es verdad –su mirada se tornó triste de repente-. Tengo mucho miedo a una cosa.
-        ¿A qué tienes miedo? –Mariola empezaba a ponerse nerviosa. Teniendo en cuenta la enfermedad de Diego, temía acabar llorando como una magdalena en vez de consolarle-.
-        Tengo miedo a El Ocaso.
-        ¿Qué? –Mariola no entendía nada-. ¿Al ocaso?
-        No, al señor Ocaso.
-        ¿Quién es el señor Ocaso? –respondió sorprendida e intrigada-.
-        Es que siempre que nos cuentas un cuento, las cosas malas suceden cuando llega El Ocaso, y lo peor es que nunca te esperas que vaya a aparecer. Cuando nos lees algo y dices que llegó El Ocaso, yo empiezo a temblar, y me da mucho miedo… Tiene que ser un señor malísimo…
-     Bueno Dieguito, no tienes por qué tener miedo –Mariola sintió un gran alivio al comprobar que el miedo del chico no tenía nada que ver con enfermedades, muertes, o alguna historia truculenta relacionada con el maltrato infantil-. El Ocaso ha tenido la mala suerte de que  se le recuerde como a un señor oscuro y tenebroso, pero en realidad, tiene otras cosas preciosas. Los cuentos también se solucionan durante el ocaso. ¿Nunca habías pensado en eso?
-        No… -contestó con un hilo de voz-.
-      Te voy a contar una historia: érase una vez que se era, en un lugar muy, muy lejano, vivía una bruja malvada que sólo pensaba en molestar a sus vecinos. Les hacía cosas horribles, y todos tenían mucho miedo a la bruja Tula. Un día, un caballero del reino, decidió matarla para que el resto de los habitantes pudiesen vivir tranquilos, así que se fue hasta la cueva en la que vivía la mujer. Ella estaba sentada en una mecedora, leyendo un libro de antiguos conjuros. Zoxor, que así se llamaba el caballero, blandió su flamante espada y fue corriendo hacia ella. Pero cuando la tenía a sus pies, justo antes de clavarle el frío acero en su costado, la miró a los ojos, y vio en ella una belleza deslumbrante que le conquistó. Estuvieron mucho tiempo así, mirándose, y él decidió que tenía que haber otra solución para acabar con el mal que había en aquella mujer. La ayudó a incorporarse, y se presentó. A partir de aquel día, Tula empezó a ser otra. Cambió su larga capa negra por ropajes más alegres, se arreglaba cada día para Zoxor, y hablaban durante horas sobre los temas más dispares. Al cabo de un tiempo, la bruja dejó de molestar a los vecinos, y todos se mostraron mucho más felices. Lo único que necesitaba Tula era que alguien se atreviese a mirarla de verdad, y le diese una oportunidad. Zoxor lo hizo, y ese es el acto más valeroso que hizo jamás, más aún que los miles de dragones que había matado en su vida.
-        Este cuento es nuevo.
-       Mira, piensa en alguien a quien quieras mucho. Seguro que hay cosas de esa persona que te encantan, pero en cambio hay otras que no te gustan nada. A veces, tenemos que centrarnos en amar más las cosas que nos disgustan de los otros, porque de esta manera, tenemos el poder mágico de convertirlas en virtudes. Imagínate una flor. Las flores son muy bonitas, ¿verdad? Mis favoritas son las amapolas rojas. ¿Sabes que las amapolas, antes de convertirse en esas flores tan bonitas, están muchos meses encerradas en unos capullos verdes muy débiles y bastante feos? Cuando yo voy a un campo lleno de capullos, pienso en lo precioso que es su interior, y de esa manera, estoy viendo la belleza que hay en todo el conjunto. Y como consigo visualizar a la amapola preciosa en primavera, logro también que esa imagen se haga realidad. Lo que te quiero decir con todo esto, es que puedes ver al señor Ocaso como un ser malvado, o puedes ir más allá y mirar dentro de él, para darte cuenta de que cuando aparece, siempre hay cielos llenos de estrellas, y la luna brilla. ¡Vamos a hacer una cosa! A partir de ahora, cuando cuente un cuento, siempre voy a decir que pasan cosas buenas cuando llegue El Ocaso.
-        ¡Pero entonces estarías cambiando el cuento!
-        ¿Y qué problema hay con cambiarlo?
-      ¡Papá! –Diego gritó, saltó de la cama, y se tiró a los brazos de Joaquín -que acababa de entrar en la habitación-, exactamente igual que había hecho minutos antes con Mariola. Ella se quedó blanca, inmóvil. Trató de emitir alguna palabra, pero sus esfuerzos se vieron reducidos a un extraño balbuceo más parecido a la carantoña de un bebé que a cualquier otra cosa. 
-        Princesa Mariola, ¿estás bien? -dijo Diego al centrarse de nuevo en ella-. Parece que tú también tienes sapitos dentro con veneno. ¡Mariola! –repitió aún más fuerte-. ¿Qué te pasa?
-        Que acaba de llegar El Ocaso.

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