miércoles, 15 de febrero de 2012

Mariola - Capítulo 2 - El acuerdo

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Ya habían pasado dos días desde la muerte de don Luis, y Mariola no sabía por qué le estaba afectando tanto. Era consciente de que le había cogido cariño, pero ni más ni menos que a tantos otros antes que a don Luis. Y sin embargo allí estaba, parada, llorando cada pocos minutos. Ni siquiera cuando su madre murió, cuatro años antes, se había quedado tan impresionada...

Mariola salió temprano de su casa, y se fue andando hasta el hospital. Por lo general, hacía el recorrido en autobús, ya que estaba a más de cuatro kilómetros de distancia, pero aquel día necesitaba despejarse para aclarar sus ideas, y pensar qué era lo que realmente quería hacer en su vida.

El paseo, de aproximadamente una hora, no le cundió tanto como a ella le hubiese gustado. Parecía mentira que sesenta minutos pasasen tan rápido algunas veces y tan despacio otras....

En esta ocasión no fue directamente a saludar a las enfermeras, como era su costumbre, sino que bordeó el hospital por la parte trasera, para acceder a las oficinas principales. Ella era una mujer de palabra, y le había prometido a don Íñigo que le daría una respuesta al día siguiente. Ya habían pasado dos días y seguía en el mismo punto, y era consciente de que no lo podía retrasar ni un segundo más. 

Se había vestido con sus mejores galas, se había maquillado, y se había perfumado con un antiguo Chanel, para ver si así le daba fuerzas. Siempre que tenía que enfrentarse a una situación difícil, se rociaba con el olor de su madre, y automáticamente empezaba a sentir mucha confianza en sí misma, como si de alguna manera la estuviese protegiendo...

Estos eran los pensamientos que le acompañaban mientras subía en el ascensor y pulsaba el botón con el número siete, la última planta. Era la primera vez que estaba en aquella zona del hospital, y pensó con cierta ironía que posiblemente era la única parte del edificio en la que aún no había estado. No entendía muy bien por qué un lugar plagado de enfermos necesitaba siete plantas enteras de despachos y oficinas, pero supuso que en realidad tendrían alguna utilidad, o de lo contrario no existirían... Le distrajo un pequeño pitido que le anunció que ya había llegado a su piso. Esperó a que las puertas se abrieran, y salió del pequeño cubículo sintiéndose como una especie de diva de los años 50.

Nada más salir, se encontró en un hall muy amplio, de color crema, y al fondo a la derecha una larga mesa con una silla vacía, que debía ser el puesto de la secretaria del director. Como no había nadie, recorrió con decisión los metros que le separaban de su destino, clavando sus tacones con firmeza en el suelo enmoquetado, y cuando estuvo justo delante de la puerta de nogal, llamó tres veces seguidas con determinación. Al otro lado una voz masculina le instó a que pasara. 

- Buenos días, señor Soto.
- Ah, Mariola, buenos días. Te esperaba ayer. ¿Te encuentras bien?
- No señor, no me encuentro bien. El otro día, mientras hablaba con usted, murió don Luis. Pobre hombre, con lo bueno que era y lo solo que murió...
- Bueno Mariola, estas cosas pasan en los hospitales. A veces la gente sana, y a veces no hay solución... Y ya sabe usted que las personas mayores tienen menos posibilidades que las jóvenes...
- Ya, pero no por ello es menos doloroso...
- ¿Es la primera vez que se enfrenta usted a la muerte?
- No señor, mi padre murió cuando yo era una niña, y mi madre hace tan sólo unos años. Y además, desde que vengo a esta hospital he visto morir ya a muchos inquilinos, pero nadie me había afectado tanto como don Luis... No sé qué me pasa.
- Disculpe la indiscreción, pero ¿está usted embarazada?
- ¡Eso es absolutamente imposible!
- Si usted lo dice...
- ¿No ve que no llevo alianza en el dedo anular?
- Ya sé que no es lo más habitual, pero creo que desde que el hombre es hombre y la mujer mujer, no es necesario pasar por la vicaría para que a una joven le hagan un hijo...
- Bueno señor, puede que esté un poco chapada a la antigua, pero de tonta no tengo ni un pelo. Y volviendo al tema, le digo yo a usted que es imposible que esté embarazada.
- En fin, ya me ha quedado claro. Y disculpe mi comentario inoportuno y fuera de lugar.
- Disculpado queda. Pero la cuestión por la que he venido no es precisamente para pasar una consulta médica, sino para responderle a su proposición del otro día. 
- Muy bien. ¿Y qué ha decidido?
- Pues que le voy a hacer yo a usted otro tipo de propuesta.
- Está bien. Soy todo oídos -respondió el director mientras arqueaba la ceja izquierda-.
- Mire usted, soy muy feliz con mi labor de conserje...  
- ¿Conserje? -interrumpió él sorprendido-.
- Sí, déjeme continuar, por favor. Soy muy feliz con mi labor de conserje, y tengo la firme intención de continuar viniendo cada tarde, pero me niego en rotundo a obtener dinero a cambio de lo que podríamos considerar mi hobby. Eso desvirtuaría la esencia de mi labor. Por lo tanto, he decidido que le pasaré a final de mes un listado con todo el material que necesito para poder desarrollar mi misión de conserje, cosas tales como películas y cuentos nuevos para los niños, un café decente para los mayores, esmaltes de uñas, y todo tipo de utensilios que hasta ahora vamos recaudado de la buena voluntad de los propios inquilinos y sus familias. Como todo esto dificulta en ocasiones mi labor, he decidido que el hospital me lo proporcione a cambio de seguir viniendo cada tarde.
- No veo por qué habría de negarme. ¿Eso es todo?
- Bueno, y hay una última cosa... Quiero conservar mi trabajo en la notaría. Verá usted, llevo trabajando con don Mauricio ya mucho tiempo. Era amigo de mi padre y se ha portado muy bien conmigo. No quiero dejarle... Esas son mis dos condiciones. Las toma o las deja.
Íñigo Soto estaba sorprendidísimo por lo absurdo de aquella conversación, que más bien se había tornado en monólogo inquisitorio. No cabía ninguna duda de que aquella chica era especial, aunque mantenía cierto espíritu misterioso, como las damas antiguas de las películas de Hitchcock. Sólo esperaba que no le llamasen de algún centro psiquiátrico con una orden de búsqueda... Aunque a decir verdad, no tenía aspecto de loca. La miró fijamente a los ojos, y se limitó a responder: está bien. Acepto

Mariola ofreció una de sus mejores sonrisas al director del hospital, y saltó a sus brazos a modo de agradecimiento. De repente fue consciente de lo inapropiado de la situación, así que se soltó de inmediato, emitió un violento carraspeo, y salió de la oficina de su nuevo jefe sin mediar palabra.

Mientras deshacía sus pasos a lo largo del pasillo, ahora con el ascensor al otro lado, se dio cuenta de lo absurda que había sido siempre. Su sueño hasta hacía bien poco había sido ser la esposa de un médico. Nunca había entendido muy bien por qué, pero cuando era pequeña y se visualizaba a sí misma de mayor, la gente solía preguntarle: ¿y a qué se dedica tu marido? A lo que ella respondía orgullosa, altiva: es médico. En esas fantasías inocentes jamás nadie le preguntaba por su propia profesión. Nunca había soñado que tendría que responder a alguien que era la secretaria de don Mauricio, el notario de la calle del Cisne.

Entonces lo vio todo con una claridad maravillosa: cuando tienes algún defecto que quieres disimular, procuras comprarte ropa o complementos que oculten en la mayor medida aquello que te disgusta. Pues bien, Mariola se había pasado toda la vida soñando con casarse con un título universitario para evitar, de esta manera, hacer algo por ella misma.

Con toda esta nueva revelación teórica sobre su existencia, había comprobado también lo insignificante que se sentía al haberse conformado -de haberlo conseguido- con ser la esposa de un médico, en vez de centrarse en ser algo, cualquier cosa, menos un parásito social.

A pesar de todo, se sentía feliz al haber descubierto esto a tiempo, y de tener aún la oportunidad de remediarlo. Qué irónica es la vida, que sólo te desvela tus propios secretos cuando ya no queda más remedio...

Había llegado apenas sin darse cuenta a la entrada del hospital. El trayecto se le había pasado muy rápido absorta como estaba en sus propios pensamientos. Giró la muñeca izquierda para poder mirar la hora, y al ser consciente de lo tarde que era, inclinó las rodillas con intención de salir corriendo para empezar su ronda diaria. Ya estaba en el pasillo que unía la tienda de regalos con la cafetería, cuando chocó inesperadamente con un hombre de unos cuarenta, de pelo aún castaño y ojos azules. Mariola se asustó y cayó al suelo, más por la impresión que por el impacto. El hombre la ayudó a incorporarse de inmediato, y le rogó que le disculpara. Ella movió la cabeza haciendo un ligero movimiento para indicarle que el asunto no tenía tanta importancia.

- Lo siento mucho, de verdad, es que iba con prisa y... -dijo él-.
- No te preocupes, le puede pasar a cualquiera -respondió ella, curvando los labios en una pequeña mueca de dolor al apoyar el pie en el suelo-.
- ¿¡Oh, no me digas que te has fracturado algún hueso!?
- No, seguro que no es más que una torcedura -contestó, mientras le mostraba cómo giraba el pie en movimientos circulares-.
- Qué alivio. De todas formas, me siento en deuda contigo... Bueno, primero me presento. Me llamo Joaquín Ferrero, y tú eres...
- Me llamo Mariola y...
- ¿Eres Mariola? -le interrumpió-. ¿La misma Mariola de este hospital? ¿La que pasa aquí las tardes y es amiga de todos?
- Bueno, de casi todos. Sí, supongo que esa soy yo.
- ¡Al fin te conozco! Eres una institución aquí. Vamos a hacer una cosa: te invito a cenar para recompensarte por mi torpeza, y así tenemos la oportunidad de charlar y conocernos mejor.
- ¿Es una cita?
- Se podría decir que sí. ¿Qué me dices?
- Bueno... -dijo ella dubitativa-.
- ¿Quedamos aquí mismo a las nueve?
- Perfecto. Por cierto, espero que no te parezca una indiscreción, pero ¿cuál es el motivo de tu visita al hospital? Como bien has dicho antes, conozco a casi todo el mundo por aquí, y a ti es la primera vez que te veo.
- Bueno, eso es porque hoy es mi primer día de trabajo -entonces Mariola fue consciente de su atuendo-. Soy el nuevo neurocirujano.

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