lunes, 20 de febrero de 2012

Mariola - Capítulo 3 - La cita

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Mariola metió la llave en la cerradura, entró en casa, y empezó a desnudarse. Desde que murió su madre, tenía la firme convicción de que cualquier día se le aparecería para seguir controlando lo que hacía con su vida. Por eso, cada vez que se quedaba a solas (porque daba por hecho que los muertos sólo se te aparecían cuando no estabas acompañado), se desnudaba enterita. Su madre siempre había sido una mujer muy pudorosa, y sabía que jamás tendría la osadía ni el mal gusto –viva o muerta – de aparecérsele cuando ella estaba en paños menores. En invierno, como hacía frío, se dejaba puesta la camiseta interior, de satén semitransparente, y los panties de algodón de color carne. Doña Rosa, la dueña de la mercería de la esquina, pensaba que Mariola se había dado a la mala vida, comprándose toda aquella ropa interior provocativa y seductora. Si la señora supiese que tenía que vestirse así para que su madre no viniese del Más Allá para regañarla…

Mientras Mariola se desabrochaba los botones de su recatada camisa empezó a repasar mentalmente la sucesión de acontecimientos de la noche. Si existiese un record Guiness a la peor cita de la historia, estaba segura de que la ganarían ella y el tal Joaquín Ferrero.

Aquella tarde, como de costumbre, había visitado a sus inquilinos sin contratiempos aparentes. A las ocho y media, contó el cuento de La Princesa y el Dragón a los niños, y comenzó el ritual diario de dar a cada uno un beso de buenas noches en la frente. Dieguito llevaba ya varios días bastante enfermo, y cuando ella se acercó, tuvo el mal tino de vomitar literalmente dos veces encima de ella. Mariola se quedó mirando el líquido multicolor resbalando sobre su camisa, y tres segundos después sobre su falda. Una enfermera le llevó corriendo una caja llena de gasas y tiritas. Ella no entendía muy bien qué pretendía la mujer con todo ese arsenal de material estéril para curas, y siguió ahí de pie, inmóvil, viendo cómo la enfermera le limpiaba con las diminutas gasas la prueba evidente del malestar de Dieguito. Tardó unos minutos más en reaccionar y empezar ella también a limpiarse la ropa. Agradeció con la mirada a Luisa –que así se llamaba la enfermera- su amabilidad, e hizo lo posible por eliminar todos los restos de vómito. Tanto Dieguito como Paloma, su madre, se mostraron sumamente avergonzados por el suceso, y le pidieron múltiples disculpas. Ella les tranquilizó diciéndoles que esa noche había quedado con un hombre, y el recuerdo de Dieguito le iba a dar muy buena suerte. Él se tiró a sus brazos sin importarle un ápice su desastroso atuendo y le dio una sarta de besos por toda la cara. Le susurró al oído que tuviese cuidado con el señor, porque podía ir disfrazado de dragón y le podía quemar con el fuego que salía de su nariz. Ella le prometió ser precavida. Adoraba a aquel niño de sonrisa pilla y mirada ilusionada. Cuando se hubo adecentado ligeramente, se dio cuenta de que toda ella olía fatal, así que se fue al vestuario de los médicos, se quitó ambas prendas, y las limpió con agua y jabón. Cuando terminó, cogió un secador y empezó a moverlo alrededor de la ropa, rezando por que el médico con el que había quedado fuese al menos un poco impuntual. Miró el reloj. Ya eran las nueve y media, y llegaba realmente tarde a su cita.

Se puso de nuevo la camisa y la falda, aún húmedas, y se miró en el espejo. Tenía un aspecto horrible, con la raya del ojo corrida, y restos de rimel por toda la mejilla. El pelo lo tenía tan alborotado que parecía la protagonista de un reportaje fotográfico cuyo tema principal eran los desequilibrados en un centro de salud mental. Sacó de su enorme bolso a lo Mary Poppins un pequeño neceser multiusos, y se arregló un poco. Ya debían ser casi las 10. Se puso el abrigo y una bufanda, y salió corriendo hacia la puerta principal del hospital.

Divisó a lo lejos a Joaquín. A decir verdad no recordaba muy bien su cara, pero le reconoció enseguida. Él miró su reloj, y empezó a caminar en dirección a la puerta. Ella aligeró aún más sus pasos, dejando un ritmo acompasado a su espalda de taconeos contra el suelo. Todavía le quedaban unos cuantos metros, y ya le había perdido de vista, así que se vio obligada a correr. Se sentía como en un maratón olímpico. Al instante notó cómo unas gotas de sudor le recorrían la frente, pero obvió todo sentido estético para centrarse en las normas sociales y dar alcance a aquel hombre con el que se había citado, y al que había dejado plantado involuntariamente.

Salió del hospital. Se podía oír el silbido acompasado del viento, como un quejido lamentable digno de la banda sonora de una película de terror. Miró a izquierda y derecha, pero no quedaba rastro de su cita. Apretó los puños contra sus costados, con una sensación inquietante de impotencia y rabia. Se puso de puntillas, con la intención de ampliar su campo de visión, también sin resultados, y asumió con resignación la derrota. Dio la vuelta para entrar de nuevo en el hospital. No tenía ganas de volver a casa sola, así que pensó que quizá habría alguna enfermera con la que podría charlar un rato antes de marcharse.

Estaba a punto de cruzar el umbral, cuando oyó que alguien gritaba su nombre. Se giró y vio un coche negro, parado frente a ella. Tuvo que esforzarse por reconocer al conductor, pero en cuanto bajó la ventanilla comprendió que se trataba de Joaquín. Se acercó hasta allí, y se apoyó en la puerta. Al menos tendría la oportunidad de disculparse.

-        Hola Joaquín. Lo siento mucho, pero me han surgido mil historias y no he podido llegar antes…
-        Tranquila –le interrumpió-, si yo he sido el primero que he llegado tarde. Hemos tenido una operación de urgencia, y acabo de salir. Pensaba que ya te habrías marchado.
-        Bueno, en ese caso llevo esperándote una hora, y estoy indignada –le contestó con una amplia sonrisa-.
-        Aún estamos a tiempo de ir a cenar. Conozco un restaurante italiano en el que hacen la mejor pasta al pesto de todo el planeta. ¿Qué me dices?
-        ¿Pesto? Suena maravilloso.
-        Sube al coche entonces, que debes estar helada.

Mariola agradeció la oferta, y obedeció sin mediar palabra. Tenía los pies congelados, y sentía como si diez mil alfileres se le estuvieran clavando en el empeine. El recorrido fue corto, de unos cinco minutos. Aparcaron en un hueco libre a pocos pasos del local, y entraron en el restaurante. Era bastante acogedor, y estaba decorado como si fuese una gruta de la mafia. Joaquín le dijo algo al camarero que les atendió, y les dieron una mesa algo apartada del barullo. Él se mostró muy atento, ayudándole a quitarse el abrigo, y después acercándole la silla hasta la mesa. Siempre había considerado a los médicos como la panacea del romanticismo, y puede –sólo puede- que aquella idea fuese verdad.

Ambos pidieron sendos platos de tagliatelle al pesto y una botella de valpolicella. Como ya era un poco tarde, apenas tardaron en servirles la cena. La conversación resultó de lo más agradable, entre brindis por los inquilinos y por las vidas que Joaquín había salvado en aquella tarde de quirófano.

-        Mariola, me parece fascinante lo que haces, y estoy realmente interesado en tu labor. Me dijo Iñigo que te considerabas una conserje… -dijo él, haciendo una evidente alusión al director del hospital-.
-        Sí, así es como me hago llamar.
-        Qué interesante.
-        Gracias.
-        Una pregunta, ¿conoces a todos los enfermos del hospital?
-        No sé si a todos, pero a la mayoría sí.
-        ¿Y cuál es tu preferido? Siempre se tienen preferidos…
-        Pues la verdad es que yo no los tengo. Piensa que aquí hay gente que está muy poco tiempo, o que vienen puntualmente a hacerse revisiones rutinarias que se complican. Lo normal es que la gente no pase más de una noche o dos. Con esos inquilinos no llego a intimar mucho. Con los que más me esmero es con los abuelitos y con los niños enfermos. Son los que más sufren…
-        Claro, es lógico. Yo ya había oído hablar de ti antes de empezar a trabajar aquí.
-        ¿Ah, sí? –respondió ella muy sorprendida. Él le cogió la mano en un gesto cuanto menos íntimo, y ella no se apartó. Le gustaba el roce de su mano, tan grande, tan caliente, tan milagrosa-.
-        Sí. Diego, un niño de la planta de oncología, me dijo que eres la princesa que fabrica cuentos por las noches para contárselos al día siguiente antes de dormir –el semblante de Joaquín se ensombreció. Ella le prestó aún más atención -. Voy a verle cada día, y hoy me ha contado que habéis tenido un pequeño problemilla después del cuento – Mariola sintió cómo su rostro empezaba a arder de la vergüenza-.
-        Pues es extraño que no te haya visto antes entonces…
-        Es que suelo ir por las mañanas, a primera hora. Hoy he ido cuando he salido del quirófano, pero no es lo habitual, porque normalmente acabo muy tarde y él ya está dormido.
-        Ah, claro. Yo por las mañanas trabajo en una oficina al lado del hospital –ella se quedó un instante reflexionando-. ¿Y de qué conoces a Dieguito?
-        Es mi hijo.

Mariola separó al instante su mano de la de Joaquín. Se quedó helada de repente, mucho más que cuando había estado minutos antes parada en la puerta del hospital buscando con la mirada a su nuevo amigo.

-        ¿Tu hijo? –preguntó extrañada-.
-        Sí, Diego es mi hijo. ¿No te ha hablado nunca de mí?
-        Sí, me dijo que su padre era un ser mágico pero que no podía ayudarle porque trabajaba con los pensamientos de las personas, para que les funcionasen mejor. Yo pensé que sería psicólogo o algún tipo de gurú excéntrico…
-        ¿Decepcionada?
-        No, realmente sorprendida… Yo pensé que esto era una cita, y tú tienes un hijo, y… -se dio cuenta de lo absurda que tenía que estar resultando. Se irguió sobre la silla, y replicó-. ¿Entonces qué quieres de mí?
-        Conocerte.
-        ¿Y por qué quieres conocerme? Yo te voy a decir a quien conozco: a Diego, que tiene 10 años y padece leucemia. Su cumpleaños fue hace menos de un mes, y lo celebramos por todo lo alto, pero tú no estuviste allí, así que no puedes saberlo. También conozco a Paloma, su madre, que aún lleva una alianza en la mano derecha, y que pasa las horas junto a su hijo, vuestro hijo, tratando de recordar cada sonrisa, cada gesto, cada mirada, consciente de que ya no le queda mucho tiempo. Conozco a Nicolás y Marta, sus abuelos maternos, que van cada día a las cinco en punto a visitarle y le llevan tabletas de chocolate a escondidas que él se come cuando cree que nadie le está observando. Y conozco también a Enrique, su abuelo paterno, viudo desde hace años, tu padre, que va los jueves cuando sale de trabajar, y le lleva antiguos cómics de héroes, que luego me presta para que se los lea en voz alta a todos los niños. La comida favorita de Diego son los macarrones con tomate de su abuela, y siempre dice que el domingo siguiente irá a comer a su casa porque se lo ha prometido, pero ese día nunca llega porque siempre está enfermo en la cama. A Diego le encanta Tintín, y sueña con convertirse en periodista como él. A veces se enfada, y le pregunta a su madre que por qué no puede ser belga, como Tintín. Y cuando le preguntas que de dónde es, te responde que nació en Madrid, pero que de mayor será belga –el tono de Mariola sonaba demasiado duro, y sintió que los ojos le ardían de impotencia, con millones de lágrimas amenazando con salir despedidas, casi incontrolables-.
-        ¿Por qué eres tan dura? Comprendo que me juzgues, pero si apenas me dieses la oportunidad de explicarte que…
-        ¿Por qué crees que debes darme explicaciones? – le interrumpió-. Yo no sé nada de ti, ni tú de mí. Lo que hagas con tu vida no me importa, ni tampoco me afecta –en ese momento se dio cuenta de lo contradictorio que estaba sonando su discurso. Realmente no merecía la pena mostrarse así de indignada con un hombre que estaba casado, que tenía al menos un hijo reconocido, y que andaba por ahí pidiendo citas a otras mujeres, conquistándolas con su sonrisa encantadora. Le miró fijamente y vio lo que se parecía Diego a ese hombre, los mismos ojos azules, la misma expresión, y la misma mirada cautivadora. Se levantó muy despacio, dedicándole el mayor de sus desprecios, se puso el abrigo con un gesto rotundo, y salió del restaurante sin mediar palabra, sintiéndose la mayor idiota del planeta. Cogió un taxi, le indicó al conductor la dirección, y cuando hubo llegado a su destino, metió la llave en la cerradura, entró en casa, y empezó a desnudarse.

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