lunes, 13 de febrero de 2012

Mariola - Capítulo 1 - La caza

Mariola siempre había querido casarse con un médico. Ella era secretaria en una pequeña oficina del centro de ocho a tres, y cuando salía de trabajar, solía acercarse a un hospital que le quedaba cerca, para ver si por casualidad conseguía enamorar a un apuesto doctor de bata blanca. 

Cuando era pequeña, fantaseaba con el atuendo de su maridito en plena práctica quirúrgica, como en una comparsa medieval. Pero la realidad es que ella ya se había fraguado su propio futuro imaginario, y que no le cabía la más mínima duda de que se haría realidad. 

Cuando llevaba ya dos años yendo cada tarde al hospital de San Jorge, aún sin resultados, se dio cuenta de que había algún cabo suelto en su planteamiento. Trató de cambiar de ubicación, y en lugar de quedarse en la cafetería a esperar durante horas, empezó a sentarse con las piernas cruzadas en un discreto banco de madera que estaba situado a la izquierda de la entrada de urgencias. Claro, que como el banco era tan discreto, ella tampoco llamaba la atención. Procedió a pintarse los labios de color cereza, y más tarde se acortó dos dedos su recatada falda de algodón. Pero nada, el plan seguía sin funcionar. 

Entonces un día se paró a pensar, y descubrió que si quería conocer a los médicos que trabajaban allí y charlar con ellos durante un rato, sus opciones se veían reducidas a tan sólo tres opciones: ser enferma, familiar, o personal sanitario del hospital. Como ella no se veía trabajando en otro sitio que como secretaria de don Mauricio, la opción de ponerse a estudiar una carrera a los veintiocho años no le seducía especialmente. Por otro lado, no estaba enferma, y si fingía estarlo, se darían cuenta en cuanto le hiciesen los primeros análisis rutinarios.  Además, no le parecía una buena idea mentir tanto a su futuro marido. Eso no era propio de ella. Una cosa era salir a la caza de un médico, y otra muy distinta tenderle una trampa... Por lo tanto, sólo le quedaba la opción de ser pariente o familiar de alguien que ya estuviese ingresado. De esta manera, decidió convertirse en la mejor amiga, la mejor hija, la mejor madre, y la mejor visitante que alguien pudiese imaginar. Mariola estaba decidida a hacer ver al mundo entero -o en este caso, al hospital- sus dotes de ama de casa, cocinera y conversadora. 

Fue habitación por habitación presentándose a sus inquilinos temporales. Les saludaba, a algunos con más entusiasmo que a otros, y les llevaba regalitos. Cuando había pasado un tiempo, ya tenía dominada la técnica. Conocía a cada uno por sus nombres y apellidos, los motivos de la hospitalización, sus gustos y preferencias, su edad, su estado civil y, en su caso, su descendencia. La verdad es que Mariola siempre se había considerado una persona más bien tímida, pero toda esta nueva actividad le había demostrado que estaba equivocada. Pronto la gente empezó a conocerla, e incluso algunos llegaron a pensar que el hospital la había contratado para charlar con los enfermos y darles un trato preferente. Nadie podía imaginarse que detrás de aquella chica amable de ojos negros existía el firme propósito de cazar un cirujano.

En cualquier caso, este nuevo plan de ataque empezó a funcionar. A menudo los pacientes pedían a los médicos que estuviese Mariola delante cuando les informasen sobre sus estados de salud, ya que les tranquilizaba sobremanera tener la compañía de alguien cercano. Ella les ponía la mejor de sus sonrisas, y escuchaba con una paciencia bendita al susodicho explicar todos los detalles de la intervención, que habrían de procurar al enfermo en apenas unos días. 

Así, Mariola se convirtió en la reina del hospital. Pasó de ser poco más que la prolongación del mobiliario urbano, a ser tratada como una más. Había cumplido su objetivo, y misteriosamente, ya casi ni se acordaba de cuál era su objetivo. 

Un día, se fue a la cafetería a comprar un capuccino para don Luis, el inquilino de la 139. Ella sabía que le haría mucha ilusión verla allí cuando se levantase de la siesta, ya que el pobre hombre llevaba ingresado casi un mes y aún no había recibido ni una sola visita -a excepción, claro, de las de Mariola-. Estaba apoyada en la barra con la intención de pedirle a Pepe, el camarero, el café, cuando el director del hospital se le acercó. Tenía muchísimo interés por saber quién era aquella joven que llevaba tantos meses trabajando gratis cada tarde para sus pacientes.

- Disculpe, señorita. ¿Mariola, verdad?
- Sí, señor. ¿En qué puedo ayudarle?
- Me llamo Íñigo Soto, y soy el director de este hospital. Me gustaría charlar un instante con usted. ¿Tiene un minuto?
- Bueno, pero sólo uno, que quiero llevarle algo a don Luis.
- ¿Quién es don Luis?
- El señor de la 139. 
- Ah. Bien. Bueno, no la entretendré mucho. Verá, tengo mucho interés por usted. ¿Pertenece a una ONG?
- No, señor.
- ¿A una Fundación?
- No, claro que no.
- ¿Es usted monja entonces?
- Por Dios, no. Mi madre -que en paz descanse- me educó en la Fe, pero de ahí a hacerme religiosa hay un trecho...
- Disculpe, señorita, entonces... ¿por qué hace todo esto?
- ¿El qué?
- Pues todo lo que hace. Por ejemplo, llevar el café a don Luis, pintar las uñas a las más coquetas, contar cuentos a los niños pequeños, llevar el periódico a los señores, acompañar a los moribundos... Lleva ya casi un año haciendo todas estas cosas. ¿Por qué?
- ¿Y por qué no? -fue la simple respuesta de Mariola-.
- Llevo 40 años trabajando en este centro, y jamás había conocido a alguien como usted. Normalmente la gente repele los hospitales, y parece que usted encuentra aquí algo extraño... ¿No será algún rollo raro, o morboso, o aún peor: puede que sea una periodista de incógnito haciendo un reportaje sobre el trato a los enfermos en los hospitales modernos?
- Mire, empecé a venir al hospital porque cuando era pequeña tenía la fantasía de que algún día me casaría con un médico. Después de pasar aquí, en esta misma cafetería, algún tiempo, me di cuenta de que tendría que llegar a los doctores de otra manera, y pensé que ya que pasaba cada tarde aquí, por qué no ayudar mientras lo hacía. La idea surgió de una manera bastante egoísta, y por qué no reconocerlo, también de un fundamento infantil. Pero aquí me tiene. Nunca había sido en mi vida tan feliz como desde que paseo por los pasillos libremente, charlo con mis amigos -que por cierto, yo no les llamo pacientes ni enfermos, sino inquilinos-, y me lo paso divinamente.
- Ya, si eso está muy bien, pero como director de este hospital no puedo consentir que la gente ande por ahí cuando le plazca, entrando y saliendo. Cada uno de los pacientes -ejem, perdón, inquilinos- son mi responsabilidad. Si algo les pasase, yo sería el único responsable, y no puedo controlar lo que usted les hace o les deja de hacer. Por lo tanto, no tengo más remedio que contratarla. 
- ¿Contratarme? Pero yo ya tengo un trabajo.
- ¿Que usted ya trabaja? ¿En qué? Y sobre todo, ¿cuándo?
- Trabajo por las mañanas como secretaria de don Mauricio, ahí al lado, en la notaría que hay en la calle del Cisne. 
- Bueno, pues tendrá que dejar su trabajo. 
- ¿Y exactamente para qué me quiere contratar, señor?
- Para hacer lo que está haciendo hasta ahora. Lo único que cambiaría es que recibiría dinero a cambio.
- No estoy muy convencida. ¿Sabe usted que cuando una hace las cosas porque quiere no le salen igual que cuando las hace por dinero? Imagínese que un día no puedo venir, o que estoy enferma. Cuando esta clase de circunstancias ocurren, lo lamento mucho por los inquilinos, porque sé que les gusta verme, pero no siento una responsabilidad inmensa por estar faltando un día -o varios- al trabajo.
- Bueno, comprendo lo que dice, pero esta situación tiene que arreglarse de alguna manera. Piénselo, consúltelo con la almohada, y mañana me dice. Eso sí, ya le voy advirtiendo de que o acepta mi oferta, o tendré que prohibirle que siga viniendo por aquí...
- Bueno, en realidad es usted muy generoso, aunque me ha puesto entre la espada y la pared. Creo que ya hemos charlado más de la cuenta, y llego tardísimo a llevarle el café a don Luis... Le haré caso y me lo pensaré. Mañana sin falta le daré una respuesta. Buenas tardes.

Mariola cogió el capuccino y se fue andando lo más rápido posible de la cafetería. Nunca en su vida había sido tan feliz como desde que empezó a pasar las tardes en el hospital. Ella se veía a sí misma como una buena conserje de sus inquilinos. Llevaba toda su vida fantaseando con la estúpida idea de que sería la perfecta esposa de un médico, y sólo ahora se daba cuenta de lo tonta que había sido al creer eso. Lo único que necesitaba era hacer de conserje.

Un torbellino de pensamientos rondaban su mente cuando salió del ascensor, y anduvo a través del larguísimo pasillo hasta dar con la habitación 139. Don Luis aún dormía, lo que le dio unos pocos minutos más para seguir pensando en su nueva situación. ¿Cómo podía ella cobrar por llevarle un café a ese viejito tan encantador? ¿Cómo podían pagarle por leer Caperucita Roja a los niños de la planta de oncología?

De repente Mariola miró el reloj. Ya eran más de las cinco, y don Luis aún seguía durmiendo. Le pareció muy raro, ya que nunca dormía más de media hora de siesta, así que alertó a las enfermeras de inmediato. En menos de veinte segundos ya había aparecido en la habitación Lola, una auxiliar en prácticas. 

- Hola Mariola. ¿Qué le pasa a don Luis?
- Pues le pasa que lleva durmiendo la siesta dos horas, y me parece muy raro...
- Vamos a ver qué le pasa hoy a... -fue diciendo mientras le cogía la mano para tomarle el pulso-. 

En cuanto Lola le rozó el brazo supo que don Luis había fallecido, aunque no quería decírselo a Mariola porque sabía que se había encariñado mucho con él. Fingió que le tomaba el pulso y la temperatura, y salió escopetada sin mediar palabra.

Mariola se quedó mirando a la puerta, embobada, como si allí estuviese la respuesta a todas sus preguntas. Giró de nuevo la cabeza, esta vez para centrarse en don Luis, y supo, de manera casi sensorial, que su nuevo amigo había muerto. Se acercó a él, como a cámara lenta, para despedirse con la solemnidad que el momento exigía. Se tomó el café -ya frío- a su salud, y le dio un beso en la coronilla helada. Acto seguido salió de la habitación y se sentó en una silla, mirando al infinito, mientras un torrente de lágrimas resbalaban descontroladas por su mejilla.

(Para leer el capítulo 2, pincha aquí).


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