jueves, 25 de mayo de 2017

5. Raquel y Oliver

Para leer la primera parte, pincha aquí (1. Raquel y Pablo).
Para leer la segunda parte, pincha aquí (2. Raquel y Marta).
Para leer la tercera parte, pincha aquí (3. Raquel y Juan).
Para leer la cuarta parte, pincha aquí (4. Raquel y Olga).

Raquel se decidió por fin a entrar en su casa. Giró el pomo con mucho cuidado ya que prefería tantear cómo estaban las cosas antes de enfrentarse a la inminente bronca que la esperaba al otro lado de la puerta. Cuando cruzó el umbral, todo parecía bastante tranquilo, y siguió en silencio. Se fijó en que en la consola de la entrada había un montón de cartas apiladas, y se detuvo a hojearlas, no porque fueran asuntos urgentes -de hecho, sólo recibía facturas de los suministros y promociones del banco-, sino por hacer un poco más de tiempo. Al instante, notó las enormes y fuertes manos de Pablo rodearle la cadera desde atrás, y encajar deliberadamente la pelvis de Raquel contra la suya. Le dio un beso en la nuca, y ella empezó a plantearse -una vez más- si estaba haciendo lo correcto.

- Hola, cariño -dijo susurrando él ¿Es que acaso no se había dado cuenta ya, después de tres años largos, que odiaba que la llamase así?- ¿Qué has hecho en todo el día? -continuó, y giró a Raquel hacia él, como si fuera una pluma, para poner las bocas de ambos más cerca de lo que a ella le hubiera gustado-.
- Bueno... -había llegado el momento. No sabía ni por dónde empezar, pero estaba dispuesta a ser sincera con él-. Ayer, como te dije, estuve liada. Al final acabé en un bar tomándome unas copas, y...
- ¿Unas copas? -la interrumpió deliberadamente-. Pero si odias el alcohol. Y... -se inclinó sobre ella de nuevo, oliendo su pelo como un sabueso de caza- ¿Has fumado? -desde que Raquel empezó a salir con Pablo, años atrás, ella había decidido dejar de fumar, al menos delante de él, ya que -para su desgracia- estaba saliendo con un hombre de la brigada antitabaco. Ahora Pablo la miraba de manera inquisidora, como un padre cuando regaña a su hija por haber hecho algo realmente malo-. Repito, ¿has estado fumando?

Raquel le miraba fijamente a los ojos, sin saber muy bien qué decir. No entendía por qué se sentía tan intimidada por Pablo, pero la realidad era que ella intentaba hablar y lo único que le salía era un ligero balbuceo, más parecido a la carantoña de un bebé que a la respuesta de una mujer adulta.

- Verás, Pablo -empezó dubitativa-, como sabes llevo unos días muy nerviosa. No es que haya vuelto a fumar pero sí que he fumado un par de pitillos de vez en cuando.
- Pero, cariño -y ahí iba otra vez. Si seguía así le iba a costar mucho menos darle puerta-, me prometiste que jamás volverías a fumar. Las promesas están para cumplirlas. Creo que tu palabra no tiene ya mucho valor para mí.
- Y tú me dijiste que dejarías a tu mujer y te vendrías a vivir conmigo y aún estoy esperando a que cumplas tu promesa.

Pablo, que hasta ese momento seguía rodeándole la cintura con los brazos, le apartó las manos enseguida, dejando a Raquel hundida y sintiéndose realmente mal ¿De verdad era un delito tan grave? Pero si no le estaba haciendo daño a nadie, como mucho a sí misma.

- Raquel, a veces resultas tan inmadura -dijo él, confundiéndola aún más-. ¿Cómo voy a dejar a Marta si tú no paras de dejarme sin ofrecerme un futuro real?
- Quizá si viera que quieres un futuro conmigo no rompería contigo tan a menudo -Raquel se arrepintió al instante de pronunciar aquellas palabras. Lo último que quería era alentar de alguna manera a Pablo a seguir al pie del cañón-. En fin, -trató de cambiar de tema lo más rápido posible- ¿tú qué has hecho en todo el día?
- Esperarte. Como siempre -Pablo ya estaba de un humor de perros, pero Raquel estaba en racha, y le habían vuelto las pocas fuerzas que le quedaban para enfrentarse a su amante y explicarle de una vez que no estaba dispuesta a seguir siendo la querida de nadie-.
- ¿No te has ido a ver a tus hijos hoy?
- No me apetecía. ¿Me vas a decir de una vez dónde has estado? Y ya de paso, ¿por qué no me dices también dónde estuviste anoche? Bueno, dónde, y con quién.
Raquel no era muy de rezar, pero se acordó de una oración que le había enseñado su madre cuando ella era aún una niña. La recitó mentalmente porque pensaba, de manera también inocente, que de alguna forma alguien -Dios, alguno de sus padres, la energía- le mandaba fuerza para enfrentarse a las situaciones complicadas.
- Ayer estuve en un bar a las afueras. Me tomé un par de copas y volví a casa -tampoco había necesidad de contarle todo, por lo que omitió el encuentro con su mujer y la llamada a Juan-. Cuando llegué, hicimos el amor -se sentía asqueada al recordarlo-, esta mañana me he levantado con una resaca descomunal porque, aunque no era alcohol del malo, sí que bebí mucho, y efectivamente fumé todo lo que me aguantaron los pulmones. No podía verte esta mañana porque necesitaba pensar en lo nuestro, así que me he ido a hurtadillas, me he tomado unos mil cafés y luego... -se tomó un respiro antes de continuar- me he apuntado a una casamentera.
- ¿Que has hecho qué?
- Lo que oyes -ya había lanzado la bomba-. Me he apuntado a una casamentera. Estoy harta de ti, de tus promesas, y de que lo nuestro no avance. Estoy harta porque te he entregado los mejores años de mi vida y tú no paras de hacerme perder el tiempo. Así que se supone que en cuanto tengan a un candidato compatible conmigo, me llamarán para comunicármelo y tendremos una cita.

A Pablo se le iban a salir los ojos de las órbitas. Simplemente cogió su gabardina, que estaba perfectamente colgada en el perchero de la entrada, y abrió la puerta para marcharse. Cuando estaba a punto de salir, y sin girarse siquiera para mirarla a los ojos, dijo con la voz entrecortada:

- En el fondo no eres más que una pobre niña mimada, que no para de jugar con la gente a su antojo. Lo único que me consuela es que, como zorra, no tienes desperdicio.

Y se fue, sin permitirle añadir ni una sola palabra más.



---------------------------------------------------------------------

Raquel se quedó ensimismada al principio, y a los pocos minutos rompió a llorar desconsoladamente. Era consciente de que merecía algo mucho mejor que eso, y no entendía por qué no terminaba de creérselo. Sintió deseos de llamarle para disculparse por haberle hecho daño, y a la vez quiso correr hasta la cocina para coger un cuchillo, por si aparecía de repente, y clavárselo profundamente entre dos costillas. Con Pablo siempre era todo así de intenso, y puede que estuviera enganchada a esa relación que la hacía sufrir cada día, cada instante, cada milésima de segundo de su vida.

Se pasó la mañana como una zombie, yendo de un lado a otro sin rumbo fijo, sin siquiera saber muy bien qué hacer. Pensó en llamar a Piluca, su amiga de la infancia, pero tampoco estaba de humor para escuchar una reprimenda más. Las últimas palabras de Pablo resonaban en su cabeza como un martillo y, en el fondo, gracias a cosas como esta, al final siempre acababa dejando a Pablo.

Se sirvió una copa más de vino, consciente de que esa era la peor resaca de toda su vida. Subió al primer piso dispuesta a ver compasivamente los grandes clásicos románticos de Hollywood, y se ensimismó recordando a nivel mental sus escenas favoritas. Pensó en que quizá podría empezar por Lo que el Viento se Llevó. Se disponía a buscar la caja para poder meter la película en el reproductor, cuando recibió un mensaje de lo más desconcertante:

El Oráculo de Delfos se enorgullece de presentarle a su pretendiente: Oliver es un joven de 37 años, rubio, alto y de ojos azules. Está soltero y ha demostrado modales exquisitos. Le encanta la música y el deporte, tiene hábitos de vida saludables y un trabajo estable. Está deseando enamorarse y formar su propia familia.

Raquel tuvo que leer el mensaje varias veces ¿Aquello era una broma? ¿Había resultado que la casamentera no era más que un mercado de carne, en el que presentas una candidatura con logros y cualidades? ¿Y qué demonios le habrían dicho al tal Oliver de ella?

No tuvo tiempo de pensar mucho más, porque mientras se hacía las mil y una preguntas, le llamó su primer pretendiente del momento, con el que estuvo hablando más de una hora, y acto seguido decidieron quedar esa misma tarde para conocerse y salir de dudas. Raquel pensó que algo malo tendría que tener ese chico porque, al menos sobre el papel, parecía el hombre perfecto para ella. Se sentía nerviosa, un poco frívola, y casi adolescente. Comió algo, decidió dejar de beber, se dio una ducha, y empezó a ponerse guapa para Oliver.

---------------------------------------------------------------------

A las seis en punto Raquel ya había llegado a la cafetería que habían acordado, pero no había ni rastro de él. Detestaba la impuntualidad, odiaba que le hicieran esperar, pero sobre todo, no podía soportar que no hubiera llegado él antes, ansioso, expectante, deseando conocerla en persona.

Al cabo de 10 minutos, él se presentó, y Raquel comprendió entonces dónde estaba el fallo de aquel hombre. De rubio no tenía nada porque estaba más calvo que una bola de billar, aunque al menos sí que era alto y tenía los ojos azules. Ella le explicó que él era el primer chico con el que quedaba y le contó que estaba nerviosa, a lo que él contestó amablemente que no iba a permitir que su encuentro fuera tenso, así que se esforzaría por tranquilizarla y hacerla reír. Entonces Raquel sintió alivio, y se centró únicamente en disfrutar.

Descubrió que su curioso acompañante era extranjero pero estaba viviendo en Madrid por trabajo. Tenía un ligero acento británico que le recordaba un poco a Mark Darcy, y vivía solo en una zona de moda del centro. Así, de primeras, le pareció un tipo normal y -siendo sincera consigo misma- era lo único que buscaba. El encuentro duró lo que tardó en acabarse el café y, aproximadamente una hora más tarde, él la acompañó hasta su coche, comportándose siempre como un caballero y, prometiéndole que la llamaría para una segunda cita.

Efectivamente cumplió su palabra, y al cabo de un par de semanas, la invitó a una diminuta marisquería de las afueras en la que todo el mundo parecía conocerle bien. No sabía si sería el dueño o solo un cliente habitual, pero les dieron un trato preferente, y Raquel se sintió entusiasmada por tanta atención. Pudieron hablar de cultura, de los últimos viajes a los que habían ido, de trabajo, de expectativas. Y parecía que todo marchaba estupendamente. A Raquel le pareció un hombre adecuado y Oliver debió de pensar lo mismo porque en ningún momento puso objeción alguna.

Tras la cena, se tomaron una copa en un chillout estupendo, en el que servían ginebras premium de importación con tónicas de autor y, una vez más, Raquel supo reconocer el esfuerzo de Oliver por impresionarla. Siguieron hablando, como si las palabras salieran solas, despedidas, como si ambos quisieran exprimir el momento, como si fuera la última vez que pudiesen tener una cita. Y ya, a eso de las cuatro de la madrugada, él la llevó por sorpresa a un local de bailes latinos, y se pegó a ella un poco más de la cuenta para enseñarle los pasos del merengue y la bachata.

Hacía años que Raquel no había salido hasta tan tarde con alguien, de hecho hacía años que nadie la había visto bailar. Y se sintió bien. Ya no estaba nerviosa, sino feliz, porque aún era joven, y había mundo más allá de su enorme casa, más allá de su ridícula sequía artística y, sobre todo, más allá de Pablo.

Unos dos o tres días después de la salida con Oliver, volvieron a quedar. Esta vez para una cena más tranquila en un diminuto italiano que había elegido Raquel. Hacían una pasta casera deliciosa, y probablemente el mejor tiramisú del mundo. La cena fue bien, aunque algo había cambiado. Quizá la energía no era la misma, quizá simplemente la vez anterior habían estado un poco achispados, o puede que solo era que la cosa no funcionaba. Comieron rápido, él pidió los restos para llevar -lo que a Raquel le pareció profundamente ruin-, y se ofreció a llevarla a casa. Ella aceptó, se montó en su deportivo de soltero, y unos diez minutos después ya estaba en casa. Miró el reloj y se sorprendió de que no fueran ni las diez de la noche aún. Y entonces Raquel no pudo evitar pensar en Pablo, en cómo siempre la acompañaba a casa, en su manera de pedir en los restaurantes la comida que a ella le gustaba, en las noches que aparecía en su casa con un ramo gigante de rosas frescas. Pensó en los momentos que había vivido con él, y le pesaron en el alma. Sintió cómo se le resquebrajaba el aliento, cómo se iba partiendo por dentro, cómo se liberaba de todas sus ansias. Pensó en llamarle, pero aquella última frase aún le carcomía en la conciencia. Entonces oyó cómo alguien aporreaba la puerta de su casa. Se asustó, y salió corriendo hacia la entrada.

- ¿Quién anda ahí? -preguntó con voz temblorosa, asustada-.
- Soy yo, ábreme -era Pablo, que gritaba entre agresivo y moribundo desde el otro lado. No paraba de dar golpes con todas sus fuerzas y, por un momento, Raquel pensó que iba a echar la puerta abajo-. Acabo de ver que salías de un cochazo con un tío. ¿Y ese quién era?

(Para leer la siguiente parte, pincha aquí)

No hay comentarios: