miércoles, 3 de mayo de 2017

1. Raquel y Pablo

Raquel estaba sentada en una butaca de raso azul. No se podía creer que fuera a vivir aquella escena una vez más, como en un deja vu manido, que ya empezaba a resultar rancio. Había quedado de nuevo con Pablo para dejarle, pero estaba claro que no se lo iba a poner fácil. Decidió sacar la artillería pesada y encendió el antiguo gramófono de su padre rezando por que le diera todas las fuerzas que obviamente no había obtenido las mil veces anteriores. 

Había conocido a Pablo años atrás, cuando ella estaba enganchada a la que sería la mejor peor relación de su vida. Con Jean Pierre había aprendido a conocerse a sí misma, a desvestirse en público, a entregarse a los sentidos, a crear formas de las que ni siquiera se sentía capaz, a abrazar a Sargent, y a Chopin, y a bailar desnuda bajo la lluvia. Definitivamente Jean Pierre le había hecho sentir mujer, pero después de haber tenido que terminar su relación tres años atrás entre lágrimas, en el despacho del comisario jefe de su ciudad, con la mitad del cuerpo de policía presionándola, decidió que jamás, nunca, ningún hombre volvería a hacerle perder de esa manera la poca dignidad que le quedaba. Y allí estaba, tres años después, mucho más vestida de lo que jamás había estado antes, tapada hasta las orejas por miedo a los indiscutibles celos patológicos de Pablo. Ya no le quería. No había ninguna duda. Llevaba tanto tiempo atrapada en aquella relación que se sintió extraña al encender el aparato y tener que hacer un esfuerzo por recordar cómo funcionaba el maldito gramófono. Decidió poner un disco antiguo de su padre, y sintió el inmediato desahogo de las notas aligeradas de la Callas, ese repiqueteo casi achispado que sólo proporciona el vino recién descorchado. Una vuelta desmentida, un atisbo de lo que podría haber sido. Definitivamente Raquel odiaba su vida. Más bien, se odiaba a sí misma. Cómo era posible que hubiera caído una vez más en las redes de un hombre encantador que le hacía sentir querida y admirada, pero al que ella ni quería ni admiraba. Se sentía muy sola, como esa vela pálida en mitad de aquella diminuta y enorme habitación. Tenía muchísimas ganas de gritar, pero ella era una señora, por lo que ni siquiera se le pasó por la mente decir algo en voz alta. 

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero tenía la sensación de que llevaba lo que parecían dos horas escuchando la misma canción. Puccini siempre era una apuesta segura, y sintió con una mezcla de resignación y pena que nadie la hubiera llevado aún a la ópera. Siempre supo que ella no estaba hecha para estos tiempos de indecisión y posmodernidad...

Encendió un cigarrillo, y se concentró en exhalar el humo que salía desconsolado de sus pulmones. Abrió la mejor botella de champagne que encontró en la amplia bodega familiar, y subió a su dormitorio. Quería estar despampanante aquella noche. Sabía que se lo merecía. Se pintó los labios de un color rojo cereza. No sabía por qué, pero siempre se sentía segura cuando llevaba los labios rojos. Se roció con su exclusivo perfume francés, y salió de nuevo de la habitación, consciente de que Pablo iba ya con bastante retraso. Se había pasado los últimos tres años de su vida esperando a aquel hombre desesperante. Dio un sorbo al Dom Perignon del 92, sabiendo que quizá fuera la última vez que pudiese beber un caldo tan exquisito. No entendía cómo había acabado una vez más así, indefensa, mil veces maltratada, humillada, indigna. En realidad sí que lo sabía, pero no se atrevía a reconocérselo a sí misma siquiera. Sonó el timbre, y se tomó un minuto para coger aliento. Estaba dispuesta a que esta vez fuera la definitiva, aunque ya había perdido la esperanza. Empezaba a estar segura de que acabaría casándose a la fuerza con aquel hombre al que aborrecía pero al que -inexplicablemente- era incapaz de abandonar. El timbre sonó de nuevo, y salió corriendo hacia la puerta. Tampoco deseaba empezar la conversación con el mal humor de Pablo como protagonista. Se paró un instante en el espejo del recibidor para comprobar que no se le hubiera corrido el carmín, y una vez satisfecha con su aspecto, giró el pomo y abrió la puerta. 

- Hola, nena -Pablo siempre había tenido ese deje absurdo a chulo de barrio que no iba nada con su personalidad-. ¿Te has puesto tan guapa para mí? -preguntó con ojos lascivos, mientras le daba un cachete en la nalga izquierda-. Acabo de hablar con un tío de Huelva que parece interesado en tu coche, así que he pensado que quizá se lo podrías vender y yo a cambio te dejo el mío. Así nos sacamos un extra para pagar la hipoteca de mi casa y quitarnos un buen pellizco...

Raquel entonces cerró los ojos y se evadió por completo de la conversación. Sentía cómo la habitación se iba alargando y ella perdía progresivamente la noción del tiempo y el espacio. Las preguntas empezaron a arremolinarse en su conciencia, y ya no sabía si asumir con resignación su cada vez más evidente destino, o ponerse a pegar gritos y echar a Pablo a patadas de la que había sido siempre la casa de sus padres. No entendía por qué tenía las cosas tan claras cuando estaba sola, y dudaba tanto cuando estaba en su presencia.

- Cariño, ¿te pasa algo? -No podía soportar que la llamara cariño. Hasta en eso era un hortera-.
- Mira, Pablo, lo he estado pensando, y realmente yo no quiero seguir con esta relación. No soy feliz.
- ¿Pero por qué no eres feliz? ¿Ya vamos a empezar otra vez con esto? -la interrumpió-. Lo que te pasa es que estás nerviosa, llevas unos días durmiendo mal, y te ha entrado la fiebre del bebé. Pero igual que ha venido se irá. Estás demasiado sujeta a los convencionalismos sociales. ¿Y qué pasa si nosotros no queremos tener hijos? ¿Acaso no es mejor ser feliz que renunciar a tu propia vida para criar a una pandilla de seres babosos?
- Pero es que yo sí que quiero ser madre, y contigo eso no será posible...
- Mira, Raquel. Yo no te quiero convencer de que tienes que estar conmigo. Obviamente, si no me quieres, pues me voy. Pero nadie te va a querer, nadie te va a cuidar, como lo hago yo. Además, ¿te imaginas acostarte con otro? Jamás tendrías una vida sexual plena como la que yo te proporciono. Conozco hasta el último centímetro de tu piel, y...

Raquel volvió a evadirse. Se acordó de lo muchísimo que odiaba acostarse con él, y sintió lástima de sí misma. Nunca había tenido un orgasmo, pero había fingido muchísimos. No sabía si el problema era que no se relajaba durante el coito, o simplemente que era una inepta eligiendo amantes. Pero la realidad era que sus relaciones sexuales, a pesar de frecuentes, eran de pésima calidad. Y lo peor de todo era que entre sus conquistas se encontraba una larga lista de narcisistas que se creían los reyes del mambo. De repente sintió la necesidad de cambiarse por cualquiera, trasladarse a otra ciudad, a otro mundo, a otra galaxia. Se vio atrapada, como siempre, oyendo la voz de Pablo a lo lejos enumerando de nuevo sus virtudes y explicándole, como si fuera idiota, lo adecuado que era para ella. Probablemente sus motivos fueran ciertos, pero no estaba enamorada, y el odio empezaba a arremolinarse en la boca de su estómago, como en mitad de una indigestión navideña. Rezó a todos los dioses, les pidió que le dieran fuerzas, y se imaginó a sí misma levantándose con calma, cogiendo su bolso dorado, y alejándose de aquel butacón con gracia, dejando tras de sí a un Pablo atónito y un traqueteo de tacones acompasados con su insinuante -aunque seguro- contoneo de caderas. Qué bonito quedaba en su mente. Y qué alejado de la realidad estaba. 

Pablo siempre le había aportado seguridad, y quizá por eso le costaba tanto dejarle. En realidad, era consciente de que era un buen hombre, y probablemente jamás encontraría a nadie que la quisiera tanto como él. Pero también sabía que ella no podría quererle porque el amor hacia él -aunque egoísta- había durado los diez minutos que había tardado en olvidar a Jean Pierre.

Nunca había entendido qué había visto Pablo en ella. Quizá fue su aire místico, misterioso. O puede que ese no sé qué inalcanzable del amor no correspondido. Pero había conseguido que ella sacara con él todas sus armas de mujer y se pasara los años venideros arrepintiéndose de sus dotes para la seducción. Se acordó entonces de Jean Pierre y sintió un deseo irrefrenable de llamarle. Probablemente era el único hombre al que había querido, y aún le costaba -¡aún!- no pensar en él como el artífice de su presentación en el mundo artístico. Raquel siempre supo que la vida le deparaba algo más que sentarse en una oficina de ocho a tres, y lamentó profundamente no haberse dejado llevar más. Quizá su educación chapada a la antigua le había impedido impulsarse hacia los mundos de los pintores y los músicos. Echaba de menos aquellos días en que comía a las seis de la madrugada y dormía toda la tarde porque había pasado la noche pintando. Añoraba su antigua vida y Jean Pierre -o su recuerdo- era lo único que quedaba de aquella parte de su vida. 

- ¿Qué opinas? -dijo Pablo de nuevo, como inquiriéndola a responder-.
- Perdona, ¿qué decías?
- Venga, cariño, que estás muy cansada. Vamos a la cama, que te voy a preparar un baño caliente y te voy a hacer un poleo calentito para que te relajes. Ya verás cómo mañana lo ves todo con otra perspectiva. 

Y una vez más, Raquel estaba atrapada en aquella relación que detestaba, con un hombre que la cuidaba. Había pasado de un maltratador a un cuidador patológico obsesionado con ella. Y no sabía muy bien cuál era peor. Lo que tenía claro era que se metería en la cama tras el baño, harían el amor, y a la mañana siguiente Pablo le recordaría con todo lujo de detalles el mal recuerdo de la noche anterior. 

Quizá -sólo quizá- se armaría de valor y llamaría por fin a la única persona que podría rescatarla de aquel calvario. No quería recurrir a su última baza, pero estaba claro que ella sola no era capaz. Lo había intentado, y los resultados habían dejado mucho que desear.

Cuando pareció que Pablo se había dormido, descolgó el teléfono del hall, y marcó los números que tenía guardados como un tesoro:

- ¿Dígame? -se oyó al otro lado de la línea-.
- Hola, buenas noches. Lamento molestarla tan tarde, pero creo que lo que tengo que contarle le puede interesar. ¿Es usted la mujer de Pablo Torres?

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